En la mitología Griega, Ícaro (Icarus) es hijo del arquitecto Dédalo, constructor del laberinto de Creta, y de una esclava llamada Náucrate. Ícaro fue encarcelado junto a su padre en la isla por el rey Minos, para así evitar que pudiese escapar y revelar el secreto del laberinto.
Dédalo y su hijo Ícaro no podían escapar de la isla por mar ya que el rey mantenía una estrecha vigilancia sobre todos los veleros, y no permitía que ninguno navegase sin ser cuidadosamente registrado. Dado que el rey Minos controlaba la tierra y el mar, Dédalo empezó a fabricar unas alas para él y otras para su hijo.
Cuando al fin acabó su trabajo, Dédalo batió sus alas y se encontró suspendido en el aire. Enseñó a volar así hijo y cuando ambos estuvieron preparados, Dédalo advirtió a su hijo que no volase demasiado alto, porque el Sol podría derretir la cera de las alas, ni demasiado bajo porque la espuma del mar mojaría las plumas de las alas y no podría volar.
El muchacho cautivado por la belleza del vuelo y olvidando las advertencias de su padre ascendió demasiado. El ardiente Sol ablandó la cera de sus alas perdiendo así las plumas, precipitándolo al vacío.
En villa Radieuse, otro arquitecto, Charles-Édouard Jeanneret-Gris, más conocido como Le Carbousier, afirmó: «La aventura diaria de la naturaleza en su ciclo de vida obedece a una ley fundamental de nuestra tierra, la ley del Sol, que es el gran dictador.» El astro proveedor de la vida, no perdona el desafío del hombre.
Pero la imagen de Ícaro continuó viva, inspirando a los inventores. En el Renacimiento, Leonardo Da Vinci (1452-1519) creó el principio del avión y del helicóptero. Mucho más tarde, en el siglo XIX, comienza a perfilarse el descubrimiento del aeroplano.
Cada ángulo cóncavo tiene su correspondiente convexo. Las formas pueden recortar el espacio según sus movimientos.
El mito de Ícaro afronta temas como el deseo del hombre de ir siempre más lejos, aún a riesgo de tener que encontrarse cara a cara con su condición de simple ser humano.